Sarajevo, ciudad bendecida por la historia. Durante siglos la gran urbe que consiguió albergar - pacíficamente - las diferentes culturas que desde siempre han vivido y sentido a través de la tradición y la cultura el corazón de los Balcanes.
Bosnia, el campo de batalla donde casi treinta años después el poder se compartirá entre las tres etnias fundadoras de un sistema político descentralizado con 14 gobiernos y 136 ministros que ansía ser parte de la Unión Europea, pero a la que la puerta se la han cerrado ya varias veces aunque les hayan dejado con la miel en los labios ya en incontables ocasiones.
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Treinta años después del estallido de la guerra, el país sigue siendo, de facto, un protectorado internacional con la independencia coartada y los retos asfixiando a la población
A Sarajevo, si recuerdan, se la relaciona con el asesinato del archiduque de Austria en 1914 y con el más reciente sitio de Sarajevo durante la guerra de Bosnia en los años 90.
Sarajevo abrió y cerró el siglo XX. Católicos, ortodoxos, judíos y musulmanes cicatrizaron las heridas del pasado tomado hasta que los disparos y la metralla de la historia moderna reabrieron costuras que se creían cerradas. Sarajevo fue la del sitio uno de los peores cercos de nuestra historia reciente, un asedio que dinamitó la convivencia entre los sarajevitas y convirtió la ciudad moderna en una urbe mucho menos heterogénea.
El cruce de civilizaciones europeas quedó, poco a poco, sumida en una capital mucho menos multicultural que nunca.
Extraños a la tierra en un crisol de culturas. En el Jerusalén europeo que sirvió de puente entre Oriente y Occidente, fundada por el Imperio otomano a finales del siglo XV en la zona sobre la que ahora se ha levantado Bosnia, pero donde la población eslava consiguió desarrollar una ciudad y hacer que ésta alcanzara su máximo esplendor.
En 1878, como parte del Tratado de Berlín, el Imperio austrohúngaro anexionó de facto Bosnia y la convirtió en una unidad administrativa autónoma del Estado. El séquito de altos funcionarios imperiales empezó a circular por Sarajevo de manera constante.
Después de zafarse de una gran parte de las ofensivas durante la Primera Guerra Mundial, el periodo de entreguerras supuso el declive para esta ciudad en favor de una Belgrado que había sufrido en carne y hueso las acciones militares durante el curso de la guerra y que se convirtió, quien sabe si como recompensa, en la capital del nuevo Reino de Yugoslavia.
Dayton, el principio de la pausa
A partir de entonces todo cambió. En 1995 Bosnia ratificó el Acuerdo de Paz de Dayton. Era diciembre y al nuevo año los bosnios le dieron la bienvenida con la paz que supuso crear el sistema de gobierno más complicado del mundo, dividido en líneas étnicas de croatas, musulmanes bosnios (también conocidos como bosniacos) y serbios.
Más de tres millones de bosnios elegirán a sus tres presidentes: un bosnio, un croata y un serbio rotarán en la presidencia de la federación, así como a los representantes de la cámara baja del parlamento y los líderes y asambleas regionales.
Un sistema que hoy todavía genera dudas y no deja avanzar a un país con una crisis de desconfianza en las instituciones democráticas y que pone en peligro la estabilidad en una región a priori clave para el desarrollo de la paz en los Balcanes.
Las del domingo fueron las elecciones más importantes para el país desde que se ratificaran los acuerdos de Dayton. Y es que casi 30 años después, las tensiones políticas están aumentando nuevamente, con los serbobosnios desafiando a las instituciones estatales y amenazando con separarse mientras los croatas compiten por obtener más representación política.
Sobre la mesa una reforma de este sistema a la que todavía cuesta moldear en ello lleva años trabajando Christian Schmidt, el Alto Representante para Bosnia designado por la comunidad internacional para supervisar la transición democrática del país a la que todos se ponen de perfil.
Y entremedias los retos independentistas que azuzan desde Moscú como el de la República de Srpska, el territorio serbobosnio de Bosnia. Dos territorios, dos realidades distintas obligadas a convivir y, mientras, un país invocando el desastre.