Esta es, sin lugar a dudas, la obra más emblemática que se puede hacer sobre un suelo que recoge la historia financiera de todos. En un principio, delimitado por barandillas por aquello de que el público que se apoyaba en ellas para seguir las operaciones y el día a día de los corretajes se ganaron el sobrenombre de los “barandilleros”.
A los que desde la primera planta del Palacio de la Bolsa de Madrid observaban su imponente brillo y escuchaban atentos su crujir se les puso el mote de los “fisgones” mientras que en la superficie alumbraba el estrés de los inversores que, poco a poco, fue creciente a la vista de la cantidad de quemaduras de cigarrillos y puros habanos aplastados con el pie que todavía se aprecian sobre las maderas del parquet, traídas en el siglo XIX de las colonias españolas, para levantar al nuevo templo de las finanzas.
Hoy todos los que pasamos por allí lo pisamos, ensimismados con las cotizaciones de las 125 empresas y más de 3.000 sociedades de inversión de capital variable, el suelo de un mercado que nos cuenta una historia.
Escucha el séptimo episodio de "Historias de la Bolsa", un podcast en colaboración con BME:
Nos cuenta la historia de un complejo arquitectónico que se construye en 1880 con poco dinero.
Se trata de levantar, es lo que nos explica María Iglesias, responsable de Eventos de Bolsas y Mercados Españoles, en poco tiempo y con menos dinero.
Aunque las décadas van pasando y la inflación haciendo mella en un ladrillo que en 1921 estalla para un espacio que de unos millares a millones de pesetas para un Palacio que más que una oficina se asemeja a una catedral con el sentimiento europeo y un ojo puesto en oriente, el Estado de aquella época, el regido por Alfonso XIII, tuvo que aprobar un crédito para sufragar una obra que, entre unas cosas y otras, acabó por ser del Estado.
Pagar el Palacio de la Bolsa a cambio de que entrara entre las dependencias de Patrimonio Nacional y que un año más tarde fuera declarado Bien de Interés Cultural (BIC). Este fue el trato que acabó con todas las partes de acuerdo. Un espacio en el que, para entrar, ya saben, había que pagar entrada. Como en el cine. Pero en el que el espectáculo estaba asegurado para un gran puñado de personas.
Más de 2.000 personas ansiosas por, cada día, ir a ver gritar a otros llevándose por el furor y la tensión del momento, momento que apenas eran dos horas, pero en las que se echaba todo un día.
¿Cómo funcionaba esto?
Corros según los intereses y un contrarreloj para que nada ni nadie alargaran las conversaciones más tiempo del ideal como para cumplir con la economía. Una jornada, dos horas y tres palabras con las que mover el mercado.
Esta fue una dinámica, la de comprar, vender y pactar a viva voz que con el tiempo se mantuvo. Pasaron los años y e incluso los siglos.
En 2006, el Palacio de la Bolsa todavía tronaba cada 24 horas con los corros y corredores que alrededor de las mesas y con el sacapuntas a fuego rellenaban a toda prisa las papeletas de las transacciones porque aunque pensemos que esto de la digitalización, sobre todo los más jóvenes, estuvo con nosotros desde siempre, la realidad nos arroya y el sistema nos la devuelve.
Porque ahora son cientos las operaciones que se hacen en un minuto y los cierres apenas se calculan en décimas de segundo, pero antes, no solo era venir aquí, gritar e irse con el dinero en el bolsillo. Tras la jornada, momento de reflexión.
Una parte complicada por ver si esto tenía sentido. Ver si lo que se había ducho abajo, en el parquet, tenía sentido. Una economía que cambiaba a diario y que de la industria y la agricultura pasó a la banca y el consumo no sin antes rememorar tiempo pasados que siempre pudieron ser mejores.
De momento, todo ello sobrevive porque el mercado, por dentro y por fuera cambia, pero los símbolos siguen perennes al paso del tiempo. Los mármoles italianos presiden los pasillos escondidos en los laterales, los retretes también siguen dando un toque british al Palacio mientras que parqué mantiene todavía hoy la mística de una economía de la que cada día les damos cuenta.
Escenario del estrés de los inversores a la vista de todos entre quemaduras de cigarrillos y puros que se aprecian todavía hoy sobre unas maderas decimonónicas