Soñaba en esas noches frías con un mar enfurecido abriendo un tajo en tu roca viva. También lo hacía en las noches de verano, cuando San Lorenzo lloraba estrellas, que despistadas en la fiesta de tu cielo, terminaban yaciendo rendidas al capricho del Cantábrico. Yo las veía caer desde tu muelle, mientras él me besaba la frente, en un beso de esos que dicen, son para siempre. Pero igual que allí murió el amor, también lo hacían las olas, que envidiosas de no haber sido invitadas, agonizaban a tus puertas deshaciéndose en mil lágrimas saladas.
La defensa de tus espigones te abrigaba en las noches más desafiantes y pedía paciencia al mar, que deseaba abrazar con fuerza tu costa. Y allí, tras sus brazos, tus dos playas; aquellas donde los amantes encuentran cobijo para olvidar el cálculo y pensar con poesía. Aquellas donde los heridos de amor pasean descalzos recordando aventuras inmortales.
Porque yo soñaba… Soñaba con ver el mar juntarse al cielo desde la única estrella que puedes tocar sin quemarte. Su llama ardía calmando la nostalgia de aquellos que, desde la distancia más grande, llegaban a tu Costa Verde… Porque la noche no podía ser noche sin la luz de tu faro. Era allí, en tu corona, donde calmabas todas mis iras. Donde las notas del pentagrama de aquella pequeña Capilla de la Atalaya, me susurraban al oído: “No corras si llueve, mójate”. Yo escuchaba el silencio más ruidoso, aquel que se apodera del indeciso color que precede al crepúsculo. Desde allí, desde esa blanca ermita, aquella que escuchó tantos “sí, quiero”, aquella que vivió tantos empezar de nuevo. Porque eres todo, y todo lo contrario a la vez.
Entre suspiros adormecidos, bajo la vista por el lomo de tu atalaya, de espaldas a la villa marinera, donde las almas más puras se han llevado sus mil y una historias, donde solo el rumor del oleaje y el silbido del viento rompen el silencio. La última morada de un Nobel. La mirada infinita de Severo Ochoa, que ahora te observa a diario, noche y día, los días de lluvia y los de Sol. Allí te aguardan querida Luarca, con el interminable mar extendido a su recuerdo. Almas que sin alas, sobrevuelan la distancia que les separa del paraíso terrenal. Los jardines de la Fonte Baixa, un edén donde casarme con la vista, enamorarme del olfato y hacerle el amor al tacto. Todas y cada una de sus cientos de plantas esconden una historia. Como la mía. Como la tuya… Entre sus camelias, azaleas, hortensias, castaños, fuentes, esculturas o cenadores, yo soñaba…
Porque yo soñaba… Soñaba que podía volar sobre tus cantiles, a la altura de la Ermita de San Roque, tu ángel de la guarda, aquella que te cuida desde lo alto y donde aún llega ese perfume a manzana. Ese olor que merece ser recordado. El que elegía cada noche, el que no hay que descifrar. La única sobredosis que tiene licencia para acariciarte el alma cuando estas cerca, la única que tiene licencia para dolerte por dentro cuando estás lejos. Volaba… Volaba sobre esos rincones que son postales, sobre tus edificios coloniales y tus siete puentes sobre el Río Negro, ese que te parte en dos, aquel donde cayeron los dos enamorados, que según tus leyendas, murieron unidos para siempre en un beso. Veo tus murallas, hechas de montañas cubiertas de verde salvaje sobre tierra húmeda. El viejo puente del ferrocarril que ha traído tantas maletas de sueños. Porque los trenes no solo pasan para subirte, también te llevan a la estación correcta en la que bajarte.
Desde lo alto te observaba. Desde allí tú eras mía.
Pero cuanto más alto subía más me precipitaba a la realidad. La noche se termina y tú te disipas fundiéndote en la claridad de la mañana. Me rendí. El sueño dejó caer sus últimas armas y yo me vestí de valor. La ventana entreabierta dejaba pasar una ligera brisa que me acariciaba el pelo. Tras la tibia niebla y el susurro del orbayu… Allí estabas Villa Blanca. Tu Costa Verde, la melodía de las gaviotas, el chocar de las olas contra tu muelle…De nuevo la alegría de bienvenida en tu puerto. Y es que a veces los sueños se hacen realidad de una manera que ni ellos mismos se enteran.
Ya no hacía falta pedirle velocidad al reloj, ni tiempo a la noche. No importaba cuanto tardara en caer el día. Yo había vuelto a ti, a tu horizonte interminable… Porque contigo, querida Luarca… Infinitos.