Cuando apenas era un niño, mi deporte favorito consistía en quedarme ensimismado mirando al cielo. Lo de menos era si hacía sol y estaba despejado o si hablamos de uno de esos días en que el cielo está plagado de nubes. Cuanto más difícil estaba el tiempo, más me gustaba jugar a localizar aviones.
Seguro que tú también has jugado en alguna ocasión. Alzas la vista y buscas esas líneas blancas que se marcan en el cielo indicándonos que por esa trayectoria acaba de pasar un avión. ¿Para dónde irá? ¿Cuál será su próximo destino? me preguntaba en silencio y automáticamente mi cabeza se ponía a imaginar.
Este tal vez se dirija a París en busca de la cigüeña. Ese otro, tal vez a Italia, a conocer ‘la ciudad eterna’, Florencia o la Toscana. Ese que apenas se divisa por el grosor de las nubes, ese va mucho más lejos, viaja a Estados Unidos, ‘la tierra de las oportunidades’. Eso sí, haciendo escala en Hong Kong para descubrir el lejano Oriente…
Hay que ver, ¡qué magia tienen los viajes! ¿No? No sé quién tiene más encanto, si quien los realiza o tal vez, quien los sueña… Quien juega una y otra vez imaginando cuál será su próximo destino. Viajar se puede viajar de muchas maneras pero soñar, elevar la imaginación a la undécima potencia, es algo que podemos permitirnos todos independientemente de nuestro estatus.
Viajar con la imaginación no es algo nuevo. Es un juego que ya en su día aprendimos junto a un piloto francés que seguro recuerdas. Te hablo de Antoine de Saint-Exupéry, quien con su conmovedora historia sobre un entrañable niño de cabellos dorados, que dibujaba boas que parecían sombreros, nos ayudó a “abrir los ojos a lo invisible”.
Exupéry nos legó a través de su Principito una lección magistral sobre el amor incondicional, la lealtad y también sobre la amistad. Esta obra cumbre de la literatura cumplía el pasado 6 de abril 70 años y se ha convertido en un libro de cabecera afín a cualquier generación y además es uno de los mejores manuales para la vida.
Ojalá algún día, al alcanzar los 70 años, tanto tú como yo mantengamos intacta la capacidad de asombrarnos con las pequeñas cosas de la vida, esa curiosidad que nos lleva a preguntar por temas que, a priori, a nadie le interesan, y ojalá mantengamos también esa capacidad de emocionarnos y emocionar a los demás como en su día lo hiciera Le Petit Prince con todos y cada uno de nosotros.