Las protestas en Nicaragua contra Daniel Ortega han tenido una de las respuestas más sangrientas que recuerda la nación, con cerca de 400 muertos, y varios miles de heridos que "no pueden ni acudir al hospital por miedo a ser detenidos". Los grupos paramilitares han logrado hacerse con "armas pertenecientes al ejército" sin explicación por parte del Ejecutivo, y toman las calles de Masaya reprimiendo con violencia las manifestaciones. Nos atiende María (nombre falso para preservar su privacidad), que se esconde, defendiendo su hogar, en las calles de la ciudad nicaragüense.



El 19 de julio de 1979, el Frente Sandinista de Liberación Nacional y sus guerrillas entraron en Managua y consumaron la derrota de Anastasio Somoza. El dictador y sus allegados huyeron a Miami y se puso fin a la dictadura que había gobernado el país durante más de 40 años. El inicio de la Revolución Sandinista abrió una nueva etapa política y social en Nicaragua que duraría hasta la década de 1990. El proyecto revolucionario vino acompañado de muchas promesas y el optimismo de la izquierda internacional. Era el segundo triunfo de una revolución tras la victoria de Fidel Castro en Cuba en los años 50.

39 años después se han evaporado las promesas de progreso y Nicaragua huele de nuevo a pólvora. Con el aniversario de la Revolución se cumplen también tres meses de protestas y represión en la que probablemente sea la década más sangrienta en el país desde los 80, con un saldo de víctimas mortales que asciende al menos a 350 personas, según cifras de organismos internacionales, frente a las cinco decenas de las que habla el Gobierno de Daniel Ortega. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos eleva el número a 264. Entre ellos hay al menos 25 menores de 17 años. Los heridos superan los 2.200.

El 18 de abril Managua protagonizó una pequeña manifestación de pensionistas en contra de una polémica ley que afectaba directamente a sus intereses. Las autoridades respondieron con violencia y el pueblo dijo “basta” a los últimos 11 años de Ortega en el poder. Le acusan de abuso y corrupción, represión y violación de derechos humanos. Un grupo de jóvenes se solidarizó con los manifestantes y salió a la calle, lo que derivó en una represión mayor de la mano de policías, grupos paramilitares -las famosas turbas- y simpatizantes del Ejecutivo sandinista capitaneado por Ortega y su mujer, la vicepresidenta Rosario Murillo.

El cerco represivo se ha estrechado especialmente sobre Masaya, principal feudo rebelde los tres últimos meses, y en concreto sobre el barrio indígena de Monimbó, declarado a sí mismo territorio “libre del dictador” y cuyas aspiraciones han aplastado esta semana más de 7 horas de bombardeos y disparos de las llamadas “fuerzas combinadas”.

La ciudad, ahora en aparente calma y vigilada por cientos de ojos miedosos desde las ventanas, se dibuja como el claro ejemplo de un presidente que se prepara para resistir lo que venga. Ortega hace oídos sordos de las peticiones de paz de Naciones Unidas, de la Unión Europea, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos o de los propios países vecinos. Senadores estadounidenses han pedido ya sanciones sobre Nicaragua para presionar al régimen. La Organización de Estados Americanos votó anoche una resolución de condena y pide adelantar las elecciones a marzo de 2019.

Con ello el régimen de Daniel Ortega recibe una llamada de atención, un dedo que le señala directamente desde el exterior pero que de momento no le alcanza desde una comunidad internacional demasiado acostumbrada a hacer oídos sordos.